Nuestra dulce enfermedad


Foto: Miríam Vázquez Fraga
Artículo enviado por David Lago, lector de moiceleste.com

Recuerdo a un chico de unos 13 o 14 años al final de la temporada 2001/2002, la última de Víctor Fernández al frente del banquillo céltico. El equipo empataba 1-1 en la Romareda y se conseguía así la clasificación para la UEFA por quinto año consecutivo. El chaval ni se inmutó. Dio el último sorbo a su Coca-Cola y se fue a casa a disfrutar del verano y a pasar el mono de dos meses sin fútbol. Era bastante tranquilo, pero sufría la dulce enfermedad del celtismo. Sin embargo y pese a que el equipo igualaba su techo histórico, pensaba que el logro no merecía ni un atisbo de sonrisa. Con resignación daba por hecho que se había conseguido lo de siempre, ir de nuevo a la UEFA.

El chico recordaba vagamente la primera temporada de Mostovoi en Balaídos. Tenía algún flash de la retransmisión de Pepe Cadavedo en la SER, gritando incrédulo que el Zar ruso se iba del campo en Gijón mientras Patxi Salinas se lo comía literalmente sobre el césped. También había visto aquel 4-0 ante un Real Madrid campeón y las fotos de Horacio haciendo manitas con Lorenzo Sanz. Sabía que el equipo se había salvado de la quema por los pelos, pero por aquel entonces la enfermedad todavía no se había hecho fuerte en su organismo. Una vez que para él ir a Balaídos a las 5 de la tarde del domingo se convirtió en el momento más importante de la semana, sólo había visto a un equipo ganador, que jugaba un fútbol altos vuelos y que había hecho hincar la rodilla en su estadio a más de un grande de Europa.

Aquel chaval estaba convencido de que el Celta se haría cada año más y más grande, levantaría trofeos y asustaría a todo el continente futbolístico. La clasificación para la Champions al año siguiente sólo reforzaba sus argumentos y, abrazando el lotinismo, vio cumplido el primero de sus sueños. A partir de ahí sólo se podía crecer.

Sin embargo, también recuerdo su cara al final de la siguiente temporada, tras la derrota ante el Mallorca en Balaídos. Nos íbamos a Segunda y su expresión, como la de todos los aficionados de su quinta, denotaba pena, pero sobre todo incredulidad. Rebosando snobismo, se preguntaban qué era aquello de Segunda División, mientras que aficionados más veteranos apuraban en Preferencia y con resignación la última `Faria´ con sabor a Primera.

Empezaba entonces una larga caminata por el desierto, que pese a haberse encontrado al principio con un oasis, se esfumó nuevamente cuando se acabó el dinero del Monopoly que hasta entonces había pagado ese sueño. Recuerdo como muchos de aquellos chavales prefirieron no acompañar al equipo en tan dura travesía. Sólo algunos la aguantaron, aquellos en los que el virus se había inoculado tan fuerte que su sangre se tiñó de celeste y su corazón empezó a comprender que el privilegio de ser del Celta conlleva la penitencia de sufrir casi ininterrumpidamente. Él protagonista de esta hisroria era uno de ellos.

Haciendo un ejercicio de fe, ante sus ojos pasaron jugadores como Julián Vara, Danilo, Edu Moya o Fajardo. Arthuro, Renán, Sales o Cellerino. Superando lentamente las 7 plagas vio como en el terreno de juego comenzaban a crecer otros como Roberto Lago, Dani Abalo o Hugo Mallo. También Trashorras, De Lucas y sobre todo, Iago Aspas. De repente, aquel chico que había nacido rodeado de lujo y por aquel entonces dormía bajo cartones tuvo una revelación y comprendió finalmente qué era el celtismo. Descubrió el alma de un equipo que años atrás había empeñado para vivir en la opulencia y fue entonces, sólo entonces, cuando se dio cuenta de lo que realmente significa ser del Celta. Un dulce sufrimiento incesante que sólo permite sufridas alegrías. Una amarga victoria constante que nuca deja espacio para derrotas irreversibles. 

Seguro ahora de sus creencias, aquel chaval vio de nuevo a su equipo en Primera, asistió al milagro del 4% y sonrió, ahora sí, al vivir una permanencia tranquila. Hoy en día ya sabe que ha venido al planeta fútbol a sufrir y por eso celebra sin dudar la escasa luz que entra por las tupidas cortinas celestes. No renuncia a lograr una gran victoria, pero ha aprendido a degustar el éxito en las pequeñas batallas. Y está contento. Ve como se está formando de nuevo un gran equipo, sustentado en un proyecto serio, con el que poder plantar cara de nuevo a los grandes de la Liga y, quizás en algún momento no muy lejano, a los de Europa. Sin embargo también sabe cuál es el ADN céltico, y que algún día tendrá que fumar de nuevo el último `Pueblo´ con sabor a Primera. No sabe si la próxima temporada o dentro de 10 años, pero ya no le importará tanto. Ha entendido que la pasión que regala al Celta cada fin de semana no tendrá nunca una contraprestación a la altura, sin embargo hoy se ilusiona con la posibilidad de contemplar de nuevo esos pequeños triunfos y, sobre todo, con la alegría de ser parte de un equipo atípicamente grande, que se sabe dueño de un futuro plagado de dificultades, pero que siempre encuentra una rendija para la ilusión y el optimismo. Ha sabido vivir en esa constante lógica irracional que le propone la devoción a sus colores y ahora, después de tanto tiempo, ha aprendido a disfrutar del padecimiento de esta dulce enfermedad que es el celtismo. Hoy, encerrado en esta bendita dualidad y dudando entre abrazar la euforia o permanecer fiel a la prudencia grita más fuerte que nunca:


- ¡Ahora y Siempre, Hala Celta!!!

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