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Foto: Jorge Landín |
Los más viejos del lugar echaban de menos esta sensación.
Aquellos que vivieron la UEFA
y la Champions ,
aquellos que ya se habían acostumbrado a pelear por cotas más altas. Disfrutan
con este Celta más humilde, más aclimatado a la realidad de la permanencia y de
la viabilidad económica y deportiva; pero no es menos cierto que también
sienten nostalgia por aquellas grandes citas europeas o por aquellas victorias
ante equipos grandes que antes, por el reparto económico de las televisiones,
no lo eran tanto como lo son ahora.
Así que la tarde de ayer, ante un Real Madrid que si bien
estaba cogido por pinzas no deja de ser la ‘mejor plantilla’ que el infame
Florentino dice haber tenido en toda su carrera como presidente, reverdeció viejos
laureles. Ya había ganas de volver a aquellos tiempos de mata-gigantes, a
aquellas grandes victorias con el estadio lleno cantando Rianxeiras y Miudiños.
Se cerraba el círculo de estos tiempos de sufrimiento ante un Madrid al que
siempre da gusto ganar en casa y además servía para despedir la temporada entre
fuegos artificiales y aires de celebración.
El Lucho, ajeno él y ajena la grada a su futuro
barcelonista, dispuso su mejor once o al menos el que más en forma terminaba
una campaña notable. Con la excepción de un Aurtenetxe que, a pesar de todo,
hasta firmó un partido aseado en defensa ante un Carlo Ancelotti que regaló las
bandas al alinear un montón de mediapuntas en tres cuartos de campo. Así que
los Nolito, Rafinha (cuyo adiós ya casi se respira), Krohn-Dehli y Orellana se
hicieron con la manija dejando jugar a un Madrid que no jugaba. Ritmo plomizo
que aprovecharon los celtistas para mover rápido el balón tras robo y poner en
aprietos a una zaga comandada por un triste Sergio Ramos en la tarde de ayer.
Cabral y Fontàs, sin duda la mejor pareja de centrales del
curso, no se intimidaron y achicaron para después construir. Especialmente el
catalán, cuyas arrancadas nos remiten directamente a su confirmación como gran
jugador. Dudas de principio de temporada, por aquello de la aclimatación, que
ya revolotean como viejas situaciones del pasado. No se hacían los madridistas
con el mango de la sartén y el Celta le echaba aceite ardiendo a la receta.
Gracias a una presión defensiva que cubría parcelas de campo cada vez más
grandes impidiendo jugar a los visitantes a algo que, todo sea dicho, tampoco es
que sepan jugar demasiado.
Y esa presión, especialmente de un recompensado Charles, fue
la que dio fruto a los dos goles locales. Errores de Ramos y Xabi Alonso aparte,
lo cierto es que el delantero brasileño las pelea todas hasta el final y sus frutos
recogió de las redes de Diego López. Dos goles calcados que hablan y muy bien de
su hambre y concentración en los partidos. Sobresaliente su debut en la máxima categoría.
Celebraba el Celta y celebraba su afición porque si Bermejo, Nolito o Álex López
hubieran dado con la diana, estaríamos hablando ahora de una goleada de escándalo.
Merced a un gato, el de Catoira, que volvió a estirarse hacia lo imposible atajando
los misiles de Morata e Isco. Sergio Álvarez, ese gran tipo, se llevó una merecida
ovación por su sangre fría (cómo la echábamos de menos) y sus grandes paradas.
Cantaban los aficionados y disfrutaban los jugadores. Una victoria
de esas que saben muy bien, de las que se recuerdan. De esas que crean tendencia
para las campañas venideras dejando bien claro que el Celta está en Primera para
quedarse. Los más viejos del lugar soñaban ya con la vuelta de tiempos gloriosos
en los que el Celta era sinónimo de Europa. El videomarcador, con ese vídeo conmemorativo
de los 90 años de nuestro club, lo recordaba quizá con la esperanza de que el siguiente
capítulo se asemeje a aquellos marcados con letras de oro. El viejo Balaídos se
despedía a ritmo de gol hasta el año que viene. Con distinto entrenador, con nuevos
jugadores. Pero con la misma ilusión mostrada una soleada tarde de mayo en la que
se volvió a ganar al Real Madrid.
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