Se han escrito ríos de tinta sobre aquel maravilloso minuto noventa. El descuento de un partido por el ascenso entre dos equipos que hoy, nueve meses después, están en Primera División. Un encuentro trepidante, con jugadas polémicas ocasiones para ambos y mucha tensión en el ambiente. Pucelanos y vigueses sabíamos, conocíamos, que allí nos jugábamos mucho. Y con ese pase de la muerte de Orellana y el posterior remate de Joan Tomás se selló una de las hojas de nuestro pasaporte a la Liga BBVA.
Ha sido quizás el único gol, y no me duelen las prendas en reconocerlo, que ha provocado que los pupilas se humedecieran. Incluso una persona muy allegada me reconoció días después que en aquel momento se dio cuenta que era del Celta, sólo del Celta. En este estado nuestro, tan bipolar futbolísticamente hablando, era una declaración llena de más contenido del que a priori se debería esperar. Pero como ya dije, mucho se ha escrito ya ese sobre ese instante de pleno éxtasis.
Quiero recordar los minutos después, cuando la afición abandonaba Zorrilla camino de sus coches y, sobre todo, de la ingente cantidad de autobuses con celtistas que se desplazaron a Valladolid aquel día. Era un momento de euforia, de abrazarte con aquellos celtistas con los que compartes afición y equipo pero no tenías cerca tuya en la grada. Aquel día pudieron grabarnos en aquella explanada que rodea el estadio y poner esa imagen entre las que ilustran una administración que ha repartido el Gordo en Navidad. Sólo faltaba el cava.
No hemos tenido muchos momentos de euforia, y menos durante los últimos seis años. Pero desde luego aquella tarde y su consiguiente noche dudo que se borre de la memoria del celtismo. Está guardada como oro en paño.
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