ALBERTO LIJÓ |
Al monstruo de Balaídos le han enladrillado el cielo. La serpiente que habita en el foso vaga ahora por la oscuridad, hambrienta y triste. Ya no devorará los balones que caigan al agua. Ya no intentará embelesar a los recogepelotas con su cántico cuando se le acerquen con el ganapán. Se morirá de nostalgia, como Nessie en su abismo escocés. El club ha cegado el foso y nos ciega la memoria. Son las renuncias que la modernidad exige. El foso era un cordón umbilical con la infancia. Distinguía a Balaídos de los demás estadios. Lo encastillaba. Campo surgido de las aguas como la isla de Avalon, donde reposa el rey Arturo.
El maquillaje arquitectónico mustia la magia. Sigue Pepe Bar convertido en piedra, impertérrito. Pican en su vuelo las gaviotas, que son las almas de los celtistas muertos. El viento susurra salmos en los árboles de Portanet. Pero al monstruo nacido del fango del Lagares, que recorre las entrañas de Balaídos, ya no lo podrán descubrir los ojos como un burbujeo entre las lentejuelas verdes. Una cicatriz gris circunda la cancha y nos lo oculta.
A través del hormigón que lo techa, el monstruo del foso oye el rumor de la gente ubicándose en las gradas. Siente la vibración de sus saltos. Su griterío en sordina. El Celta esconde al monstruo como quien se avergüenza en sociedad de sus padres. Como el rey que empareda al heredero legítimo. Como Herrera cuando despide a Catalá. El monstruo se ha bebido durante años los sollozos de los descartados. Ha convivido con los fantasmas de las mascotas Quinocho y Celestino.
Esa gran tenia serpentea por el intestino. Recolecta los "uys" y los "ays". Y hasta el silencio de cuando marca Fabrice o el "Celta, Celta" que despide a los vencidos. El monstruo acepta que su tiempo ha pasado. Buceará con melancolía por los meandros subterráneos del río, desembocará en Samil y se perderá en el ocaso de las Cíes. Viajará a esos confines en cuyos mapas todavía se pintan monstruos.
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