Alejandro Mier (Deportivista) y un servidor. Foto: Bruno Vence |
De todos los derbis que me ha tocado vivir en ninguno me pasó lo que me pasará este domingo a las ocho de la tarde. Hasta hace dos años, el “Coruña” era para mí un ente casi diabólico, el principio de todos los males y el despertar de todos mis odios. Ser del Celta implicaba ya desde pequeño tener animadversión al eterno rival. Sin explicaciones, sin un por qué claro. Es así y ya está. ¡Vade retro deportivistas! Sin embargo algo ocurrió hace dos años y pico en mi vida, ese camino tan inesperado que pone patas arriba todas tus convicciones y de repente es capaz de cambiar, por circunstancias, lo que tú creías inamovible.
Resulta que comenzaba un servidor una nueva etapa matriculándose en la Universidad de Pontevedra. Comenzaba un nuevo curso y con él una nueva oportunidad de conocer gente y entablar amistad. Si es que al final, por mucho que nos pese, parece que ese es el único cometido útil y satisfactorio de los estudios universitarios en este país. Las cafeterías están llenas, las aulas no tanto. Así que los primeros días de clase, como es habitual, te los pasas conociendo gente. El destino, la casualidad o como quieran llamarlo, tocó a mi puerta en una de las más rocambolescas e irónicas situaciones de mi vida.
Por aquello del borreguismo, que en los primeros días de clase ya se sabe, hay que seguir a alguien, se juntó un servidor con otro chaval por puro azar. Comenzando a hablar ya daba la impresión de que nos llevaríamos bien: hablamos de películas, de literatura, de tebeos e incluso de videojuegos. Todo parecía ir sobre ruedas, ser amigos sería el siguiente paso y no sería excesivamente difícil de dar. Y un día ocurrió lo insólito. El fútbol no había sido todavía tema recurrente en nuestras conversaciones hasta que, volviendo cada uno a su respectivo nido provisional en la capital pontevedresa, salió a colación. “¿Te gusta el fútbol?”, creo que preguntó. No recuerdo con exactitud lo que contesté, pero debió ser algo así como un “pues claro” en toda regla. Lo primero que se me vino a la cabeza fue que teníamos una afición más en común, un tema de conversación más para esas largas tardes universitarias. Hasta que de su boca salió la frase que lo cambiaría todo.
“Yo soy del Dépor a muerte”. No sé cómo debió resultar el contorsionismo de mi cara provocado por la sorpresa ante tales palabras. Lo cierto es que se me heló la sangre. “Joder, de todas las personas con las que me podía llevar bien, tuve que dar con un turco”, debí pensar. Mantuve la calma. Me serené. Le eché valor. Así que mi réplica fue tal que así: “Vaya, pues resulta que yo soy del Celta a muerte”. Tómala. Donde duele, directa al corazón. ¿Y ahora qué? Pues nada, todos mis odios y mis convenciones futboleras más sagradas se fueron al garete. No merecía la pena. Los dos, como personas adultas y maduras, coincidimos en señalar que la rivalidad se vive en el campo y no fuera de él. Nos dimos la mano y nuestros días de amistad comenzaron de verdad. Eso sí, a partir de ese momento aderezada con piques continuos al paladar futbolístico del contrario. Tuvimos la (mala) suerte de coincidir, probablemente, en el peor momento futbolístico de ambos equipos. Cada semana encarábamos la jornada anterior con mucho humor, con ironía y haciendo referencia al insulso fútbol de unos y otros.
Desde entonces muchas fueron las tardes de risas y fútbol a su lado. Cervezas, partidas a la play (cada uno con su equipo, claro está), anécdotas de los mejores años futboleros de cada uno, recuerdos de aquellos derbis irrepetibles…Vivíamos con interés la historia de cada uno, el por qué de esa afición desmesurada a cada equipo. Cuando el buen humor hacía acto de presencia dábamos con las debilidades de cada uno, pero cuando la seriedad era requerida analizábamos fríamente el fútbol de cada uno, dábamos opiniones constructivas con todo el respeto del mundo e incluso apoyábamos al contrario si hacía falta. Incluso conseguí traerlo a Balaídos. Él intentó lo propio conmigo y con Riazor, pero de momento no ha sido posible. Lo que sí ha sido posible es visitar su pueblo, conocer a su familia y amigos, todos ellos deportivistas, y sentir un cariño muy cercano a pesar de ser reconocido (y a mucha honra) celtista. Lo mismo le pasó a él en mi casa. Porque es posible, es más, es lo que debería ser.
El año pasado fue especial. Nuestro casi ascenso y su consumado descenso dieron en la precisa tecla del apoyo mutuo. No hubo reproches, no hubo ironías, no hubo vaciles de ningún tipo. Analizamos la situación futbolística de cada uno y prometimos que a final de temporada ascenderíamos juntos de la mano. Porque es lo que ambos merecemos, un sitio de honor en Primera División. Eso sí, este domingo cada uno apoyará con la más ferviente de sus pasiones al equipo de sus amores. Él lo hará desde el estadio, yo lo haré desde mi casa. Que gane el mejor. Y el lunes será otro día.
Sígueme en Twitter: @germasters
Sígueme en Twitter: @germasters
0 comments:
Publicar un comentario