El Zar


De los casi cuarenta artículos que llevo escrito en mi poco más de un mes como colaborador de moiceleste.com, éste es, sin duda, el que más dificultad me contrae. Y lo es por la gran responsabilidad que supone para mí describir y recordar a uno de los futbolistas más emblemáticos que han vestido la camiseta celeste desde el nacimiento del club, un jugador que ha marcado una época y que con su fútbol se ha ganado un hueco eterno en la memoria del aficionado celtista. Un futbolista único e irrepetible, mágico, que ha logrado lo que muchos otros han sido incapaces: crear afición. Muchos de los hinchas que siguen regularmente al Celta, entre los cuales me incluyo, iniciaron su amor a este club gracias a las jugadas de este futbolista. Ídolo incuestionable, estandarte de una generación maravillosa, fue el mejor entre los mejores. Estamos hablando de Alexander Mostovoi.

Prácticamente todos los equipos del mundo ligan su existencia a la figura de un futbolista que ha dejado huella entre las longevas paredes de sus estadios, un hombre que con su fútbol ha marcado una época, al tiempo que ha dejado una impronta imborrable, una herencia incalculable, gravando para siempre su nombre en la historia de dicha entidad. En el Real Madrid fue Di Stéfano, en el Barça Cruyff, en el Bayern Beckenbauer, y en el Manchester Bobby Charlton. En el Celta, no hay espacio para la duda.

Mostovoi, apodado el Zar, arribó en Vigo en el año 1996. Tras jugar en el Spartak de Moscú, equipo con el cual vino a Balaídos donde fue protagonista lamentable al verse implicado en una pelea, se iría a Portugal para probar suerte en el Benfica. Allí estaría dos años, tras los que se marchó a Francia para enrolarse en las filas del Caen primero, y Estrasburgo después. Finalmente, firmaría por el Celta, donde vivió, durante ocho temporadas, su mejor etapa como futbolista, consiguiendo que la afición viguesa lo considerase poco menos que un dios.

Su etapa en el Celta resultó, simple y llanamente, memorable. Llegó a un equipo modesto que intentaba asentarse en Primera, y, de la mano de una escuadra fantástica, consiguió alzarlo a los altares del fútbol, aunque sin llegar nunca a tocar el cielo. Con Víctor Fernández en el banquillo, y rodeado de extraordinarios compañeros como Karpin, Revivo, Mazinho, Makelele o Salgado, Mostovoi comandó al Celta por los senderos de la grandeza futbolística. Fue el abanderado de un conjunto que practicaba un futbol hermoso, preciosista, valiente, sin trampa ni cartón. El objetivo siempre era la meta contraria, y el camino era el balón. Un balón que idolatraba a su amo, a Mostovoi. El ruso era quien marcaba el tempo, quien ponía la gota de calidad, la guinda a un pastel que previamente se encargaban de cocinar Mazinho y compañía.

De sus botas salía magia, ese pase imposible, ese gol impensable. No era un hombre rápido; su velocidad no estaba en las piernas, sino en su cabeza, la cual siempre dibujaba la jugada perfecta. Su regate en parado, con los pies clavados en el suelo y un simple movimiento de cadera, le sirvió para desarbolar a muchas defensas rivales. Su golpeo de balón, el cual mostraba en esas faltas a la escuadra contraria o en esos centros milimétricos, permitió a Balaídos celebrar muchos goles. Incluso con la cabeza también mostraba destreza, y sino véase sus dianas a Real Madrid y Real Sociedad en la temporada en la que se consiguió la tan anhelada clasificación para la Champions League.

En nuestro recuerdo siempre quedarán esos partidos memorables en los que nos hizo sentirnos orgullosos de ser del Celta. Esos goles al Real Madrid, Barcelona, Benfica, Liverpool, Aston Villa o Deportivo. Esos derbys en los que establecía un duelo directo con Djalminha por la hegemonía del fútbol gallego. Todas esas tardes de gloria que nos dio y que ahora tanto echamos de menos.

No obstante, la historia de Mostovoi en el Celta no fue totalmente de color de rosa. Siempre formará parte del lamento general del celtismo el hecho de que la generación que él comandaba nunca hubiese alzado un título. Tuvo su gran oportunidad en varias ediciones de la Copa de la Uefa, pero sobre todo en la final de la Copa del Rey en Sevilla, donde un majestuoso gol suyo a los cinco minutos nos hizo soñar con verle levantar el primer trofeo del celtismo. Pero el fútbol se portó mal con Mostovoi y sobre todo con el Celta. Esa es una deuda que aún nos queda por cobrar.

Otro de sus puntos negros fue su marcha. La temporada de la Champions que él tanto había deseado acabó en la tragedia del descenso. El ruso tuvo un enfrentamiento con la grada y se borró de los últimos partidos. Asimismo, cuando se confirmó la caída del equipo al infierno, decidió marcharse al Alavés. No fue un gesto bonito.

Sin embargo, prefiero acordarme de la multitud de cosas buenas que aportó a nuestro equipo, en lugar de los pocos episodios negativos que vivió. Siempre tuvo un carácter fuerte que lo hacía en ocasiones incomprendido para reducidos sectores de la afición. En general, mientras en otros campos era silbado y odiado (especialmente en Riazor), en Balaídos era coreado constantemente como el mayor de los héroes.

Quisiera, desde aquí, darle las gracias a Mostovoi. Yo nací en 1992 y crecí viendo jugar al genial futbolista ruso. Mientras hoy en día los niños vigueses adoran a los Messi y Cristiano Ronaldo, al tiempo que portan las camisetas de Barcelona y Real Madrid; los niños de mi generación tuvimos la suerte de nacer en la gran etapa del Celta. Cuando éramos pequeños, acudíamos a Balaídos a ver al mejor Celta que se recuerda, comandado por el mejor futbolista que ha pasado por el coliseo vigués en toda la historia. Aquel equipo era antológico y nos permitió forjar una afición por el club de nuestra ciudad que todavía perdura, algo que echo en falta en las generaciones posteriores, donde muchos se olvidan del conjunto de su tierra. En aquella época, todos nosotros animábamos al Celta: desde el campo, desde casa o desde un bar; con la familia, solos, o con los amigos; desde Vigo o desde el extranjero. Los niños de aquella generación teníamos muchas maneras de ver el fútbol, pero en todas ellas había un denominador común: sobre nuestra espalda lucíamos el número 10 del gran Alexander Mostovoi. Gracias Zar.

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